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"Queremos que cada palabra ilumine tu rostro, roce tu alma, te eleves y echemos juntos a volar"
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lunes, 5 de octubre de 2009
Los anaqueles y los sueños
Se guardaba los problemas para sí misma. Era una manera de protegerse. Sentía que si los expresaba en voz alta ellos adquirirían una dimensión diferente.
Eran tantos y tan variados que resolvió clasificarlos. Lo hacía por si alguna vez decidía consultar a un terapeuta, o más bien para análisis personal, no fuera cosa de que olvidara alguno y la cadena se interrumpiese.
Fue por eso que cambió sus músculos por anaqueles. Comenzando del cuello hacia la cintura formó cinco. Uno alargado que iba desde el nacimiento del brazo derecho hasta el izquierdo atravesando el pecho, en ese espacio colocó los más angustiante, cerca de la garganta, porque allí los percibía como nudos.
Debajo dos pequeños, a ambos lados con perilla de cristal. En el izquierdo puso los referentes al amor, era allí, sobre el corazón, donde se estrujían.
Al lado, los recuerdos. Debajo los familiares, ese cajoncito era tan grande como el primero y el último. Tuvo que hacerlo así. Es que abundaban y no quería perder ninguno. Uno a uno los fue organizando, colocando también otros temas en los usuales del mobiliario de su habitación. Cuando consideró que eran suficientes quedó satisfecha
Por las noches, en la soledad de su dormitorio, abría uno por uno los cajoncitos y trataba de compenetrarse con la historia que había sacado al azar.
Hoy abrió el cajoncito donde se encuentran los recuerdos del abuelo. Hacía siglos que tenía en mente hacerlo, pero siempre había otros que tenían prioridad.
Pero esta noche dispuso las cosas para poder navegar en su pasado. Se cómodó envuelta en el camisón beige, el que usa cuando el calor agobia.
En el primer intento le costó la apertura. Estaba como trabado. Es que el tiempo y la humedad suelen hinchar la madera y esa cómoda de un solo cajón tiene muchos años. Vio nacer a su madre y a la madre de su madre.
Pero la paciencia fue siempre su aliada y haciendo balanceo de derecha a izquierda pudo al final abrirlo.
Dentro, la miraban ajadas, algunas fotos y notas escritas a pluma y tintero.
No podía precisar la fecha de los acontecimientos pero la palabra muerte aparecía repetida en los renglones de los amarillentos papeles.
Ensordecía el ruido de las balas y las trincheras estaban inundadas de agua y sangre.
La fotografía mostraban unos muchachos uniformados cargando fusiles. Se abrazaban en un estrecho apretón, como si juraran estar siempre unidos.
El mueble fue tomando una dimensión diferente, aislado de su entorno, se iba convirtiendo en unas maderas deslucidas y extrañas. Las sombras de los recuerdos que han huido se alargaban, dirigiéndose en hilera hacia un horizonte que Elena no puede precisar
Qué extraño, ella nota, que puede verse apoyada en la cómoda alta, con el cajoncito abierto desbordando imágenes pintados en magenta y azulino. Está parada, luce desvanecida, como transparente. Su camisón sólo se puede adivinar por los pliegues de la tela translucida. Se encuentra apoyando su codo sobre la base del mueble. Sólo la mano derecha, se ve corporizada, la misma que usó para clasificar los manuscritos
Desde su cama Elena podía palpar los cajoncitos. Estaba segura que en alguno de ellos había guardado el libro que conservaba desde su infancia. Hacía bastante tiempo que no lo leía y como el deseo iba en aumento sintió la necesidad de buscarlo para hundirse en el dulce placer de la lectura.
Siempre que sus ojos se deslizaban por sus renglones su vida parecía cambiar. Hoy necesitaba un cambio. Nadie más que ella sabía cuanto.
Entre un sinfín de de papeles, la edición de bolsillo apareció entre sus dedos como en un acto de magia. Creo que estaba allí, esperándola, sabiendo que le hacía falta.
Lo tomó entre las manos deleitándose por anticipado. Fue salteando desprolijamente las hojas hasta encontrar la que le hacía remontar sus recuerdos. Leyó con fruición:
“Leshten.
”Casas blancas con barandas amplias y techos de piedra, esparcidas por el valle. Laberinto de callejuelas empedradas. Típico mesón en la plaza del pueblo donde se come de maravilla las auténticas delicias búlgaras de la región
Si amas la calma aquí podrás encontrar reposo en alguna casa auténtica, lejos del ajetreo de la ciudad, y recoger vos mismo los frutos de la huerta para la comida.
Los anfitriones hospitalarios te llevarán de paseo por la montaña en caballo o a pie, a recolectar hongos y hierbas, a pescar, a cazar…”
Mientras pronunciaba las últimas palabras, el libro se fue desprendiendo de sus dedos para sobrevolar el dormitorio e internarse en el paisaje de sus sueños. En bandada, con otros ejemplares de la misma edición parecían pájaros exiliados en busca de su nido.
Elena los miraba desde una casa blanca, al ras del pasto, en la campiña, solo tiene ocho años.
La ropa impregnada de presencia se acomodaba sobre la banqueta como esperando. El amplio ropero albergaba muy pocas prendas y un centenar de cartas apiladas de a diez y rematada cada pila con un moño amarillo.
La luna del espejo devolvía un millar de cajoncitos. Decidió abrir el de la izquierda, debajo del amplio, que se encuentra empotrado en el borde de la garganta, cree que hoy hurgar en él sería lo más apropiado.
Hoy se cumple un mes de la partida de Gabriel. Elena huele en el anaquel el aroma de sus manos. Dejó olvidada la birome que lo acompañaba en las horas de insomnio, Con ella dibujaba sobre el papel las letras que en frases cripticas le había obsequiado y ella decodificándola las había guardado con celo, al abrigo de otras miradas.
Se preguntaba si otra sería igual para inspirarlo en esas noches de café y estrellas. De todos modo no lo sabría, dudaba que fuera ahora ella la destinataria de poemas y cartas
No se atrevería a conservarla. Le duele el plástico transparente y verdoso que empuñó para la despedida.
Cómo un objeto tan pequeño puede desgarrarle así el alma.
De rodillas junto al cajón, frente a la ausencia, decide de improviso el destino para la pluma y las pocas prendas que él dejó abandonadas.
En el jardín aguada un pozo no muy profundo como pretende que sea el dolor. En él enterrará los restos de su presencia en la casa.
Guardará las cartas como emblema de su historia, como flagelo de las noches que pasará en vela junto a su letra desgarbada. Elena las colocará en el cajoncito y cuando crea conveniente, cuando curen las heridas, las sacará a tomar sol junto a las margaritas, para poder desprenderse finalmente de ellas sin tener que deshojarlas.
El cajoncito desbordaba melodías. Lo más probable es que hubiera sido eso lo que la atrajo para abrirlo en esa noche donde el silencio rompía en llantos.
Al descorrerlo las pertenencias guardadas se desbordaron como caja de Pandora.
Las partituras eran de tía Alicia, se las había regalado cuando Elena apenas tenía ocho años y el piano de cola gobernaba el salón de la casa paterna y juntas hacían vibrar con sus teclas los vidrios de la sala.
Elena siempre fue de esas personas que guardan y atesoran los regalos de cumpleaños así que los papeles llevaban más de cincuenta en el cajoncito de la derecha, donde descansaban los recuerdos de familia.
Apenas abrió el anaquel, el instrumento se desplegó abarcando toda la superficie libre de la habitación. Era imposible no tentarse de tocarlo. Hacía varios años que no lo hacía pero sus dedos corrieron sobre las teclas carreras alocadas y certeras.
Una sonata de Bach se colgó del pelo de Elena y lo tiraba con tanta fuerza que hizo correr lágrimas sobre su mejilla.
Junto con el piano se descolgaron también unas fotos de la tía. En una de ellas empuñaba como trofeo un ramo de novia. Un lánguido vestido le cubría el alto del talle.
No se sorprendió cuando Alicia se sentó a ella y después de arreglarse la cola de satén del atuendo, descorrió el velo de tul y esgrimiendo esa sonrisa tan típica de ella la invitó a un dúo nocturno.
Desde la otra habitación las voces se empeñaban en acallar los acordes
Se sintió algo incómoda por lo que estaba sucediendo. Siempre, el hábito de clasificación y orden era nocturno. Nunca le había sucedido de día y menos aún fuera de su casa.
Elena se preguntó si no estaba perdiendo la cordura pero instantáneamente se retractó para sí.
“Lo que estoy registrando pertenece al campo de la realidad. Lo que estoy registrando pertenece al campo de la realidad”… Lo repitió varias veces pellizcándose la mejilla.
El cajero se encontraba del otro lado del mostrador, enfundaba su cuerpo excedido de peso con un traje oscuro y parecía pronto a morir ahorcado por la corbata.
Elena tuvo un súbito nexo con el hombre y sin que mediara diálogo alguno siguió sus órdenes. Abrió el cajoncito que se encontraba delante de ella, justo en la frente del cajero. Tiró del botón sin tener que introducir ningún código. Era visto que solo estaba dispuesto para ella.
Tomó el dinero que era justo lo que venía a retirar y se marchó sin saludar pensando en el próximo cliente que seguía en la fila
Era un ángel femenino, Elena nunca había visto a un ángel femenino. Ángeles, había visto, sí, de eso estaba segura, pero masculinos.
Bellos, regordetes o estilizados, de exquisitas y cuidadas alas. ¿Pero una flacucha tan alta y con esas plumas tan desprolijas, como si la hubiese sorprendido un huracán?
No, era la primera vez. Por eso miró a atentamente a la figura que se sentaba junto a su cama.
Tan pronto estuvo a su lado supo que eran almas gemelas, era como verse en un espejo. No por nada esotérico ni astral ni religioso, ni carnal, sino porque compartían el mismo placer de clasificar cajoncitos.
Ésto le dio tanta emoción a Elena que las lágrimas carretearon sobre sus pómulos para perderse en el sabido canal de los labios.
Estuvo tentada de preguntarle al ángel que guardaba en ellos, pero se contuvo. A ella no le gustaría que le preguntaran sobre sus pertenencias. Así que sólo observó.
Las manos delgadas y pálidas del ángel comenzaron a desplegar los anaqueles. Empezó por los pequeños que estaban incrustados en los pechos, allí conservaba fotos de niños muy pequeños.
Luego desplegó uno mediano. Aparentemente guardaba sus pastillas, de infinitos colores y tamaños. ¿Estaría enfermo el ángel?
A continuación abrió otro. Enorme. Un revoltijo de documentos, impuestos sin pagar, facturas de luz, gas y teléfono, Obra Social. Un embrollo.
Por último se detuvo en el más pequeño. Lustroso y con un botoncito de perla. Adentro se podía observar un papel escrito.
A Elena le dio tal curiosidad que estiró sus dedos como indicándole que se lo mostrara. El ángel entendió claramente y colocó el papel entre sus dedos. “el día es hoy, remítete al cajón mediano. Ya sabes el color de las que debes elegir.”
Exiliada en su propio mundo abrió y cerró por última vez los cajoncitos para perderse en el sueño.
Certamen Arauco voces del tiempo 2009 narrativa- Aimogasta 2009
I Premio cuento
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