Orquídeas
La vida en las flores y las flores sin vida, se involucraron en mi existencia.
En noviembre de 2007 estuve por voluntad propia en un sitio cuya imagen me persigue al cerrar los ojos. Era una habitación chica, con tres paredes blancas y una, la del costado izquierdo, de color maíz. Desde el muro del fondo, me seducía un bonito cuadro de marco azul petróleo. En la pintura se veía una maceta blanca apoyada sobre la parte superior de una columna de yeso.
De la maceta, ubicada hacia la derecha, pendía de su tallo, una flor. Una orquídea amarillenta con pequeñas pinceladas naranjas, abierta ya desde hacía mucho tiempo, a su lado un pimpollo se exhibía erguido, insolente en su inexperta juventud.
La primera, mostraba su cansancio. Había pasado su esplendor. A pesar de ello, conservaba la belleza de los últimos tiempos. Inspiraba ternura e impotencia.
Nada ni nadie podrían evitar el final, ese desenlace tan previsible como indeseado. Ni siquiera el artista que dejó esta estampa inmóvil, podría frenar el episodio que se repetía en la mente de cada observador.
Enfrentando a esa pared, otro cuadro, que ni siquiera recuerdo con exactitud ya que su arte se veía empobrecido comparado con el de la planta.
Dos camas de una plaza, con sábanas blancas y acolchados, dos mesitas de luz, sillas casi cómodas con tapizado maíz y bajo el hermoso cuadro de la maceta, también en la pared del fondo y amuradas sobre ella, dos lámparas doradas, dos llamadores, dos tubos de oxígeno, dos soportes de suero. Ocupando las camas, dos mujeres padeciendo.
En una de ellas no repararé, ya que tenía la juventud de la insipiente orquídea, y se la veía plena como a ese capullo. En cambio, la otra, Pepa, se estaba quedando sin fuerzas. Sus noventa y cinco años se evidenciaban en cada rincón de ese desgastado cuerpo de estructura ósea importante, con cabellos blancos tirados hacia atrás, de ojos siempre cerrados, con la boca semiabierta, preparada para respirar su última bocanada de aire. Un desconsiderado Alzheimer la acosaba desde tres años atrás, haciendo menos conciente su penosa existencia.
Pinchazos, medicamentos, sangre y alimento en bolsitas. Gritos y más gritos de dolor al mover el cuerpo para airear esa dolorida espalda.
-¡¡Dios!! ¡Si mis ojos insensibles entendieran tu mirada piadosa!- Pienso en voz alta, en forma involuntaria.
Pepa grita como puede, se queja, su dolor es tan marcado que duele a quien la mira o a quien la escucha. Sonia, sin embargo, se moja las manos en agua bendita y se las pasa por el cuerpo rogando por una mejoría. No quiere que se vaya e intenta retenerla. Le frota los pies hinchados sin ver el gesto de sufrimiento que ese rostro expresa. Los finos y envejecidos labios se mueven sin control, queriendo bramar, pero sin respuesta en la voz.
La sucesión de los días venideros fue idéntica, se repitieron los gemidos, el dolor, la súplica.
- Pepa, Pepita, Pepona -le dice Sonia que la cuida con amor.
-¡Piedad! ¡Dios! ¡Piedad!- vocifera Pepa.
Los recuerdos después de esa exclamación desgarradora, escalofriante, se tornan confusos. En mi mente se reproduce en secuencias la misma imagen que pude ver al levantar la mirada. La vieja orquídea dibujada cayendo hasta apoyarse feliz sobre la parte superior de la columna de yeso. En ese mismo instante, la flor joven, comenzaba a perder su condición erguida.
La confusión, el dolor y el cansancio manejaron al entendimiento.
Al recuperar la cordura y mirar el cuadro, vi las dos flores desprendidas del tallo, descansando una junto a la otra.
Me invadió una enorme angustia.
Patricia Torres
(Publicado en el libro de los talleres de editorial Dunken)
3 comentarios:
muy muy conmovedor.
Dani, siempre estás... eso es muy importante, gracias
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