Derrota
El duende del desierto se sentía muy acompañado. Los habitantes nocturnos perturbaban su sueño logrando que sus presencias fueran molestas, perceptibles.
Al solitario duende le fastidiaba el reptar de las víboras y los lagartos, el deambular histérico de los insectos, los movimientos de las minúsculas patas de los roedores. Por sobre todas las cosas, no toleraba la presencia del sol y de la luna que hacían de su soledad un sitio demasiado concurrido. Por lo tanto, caminó incansablemente para despojarse de todas esas irritantes compañías que aturdían su creciente necesidad de orfandad.
Deambuló hasta encontrar una pequeña casa donde aislarse. Todos los objetos allí existentes también invadían su silencio. Los platos crujían, la pava lo miraba asombrada, las tazas se reían insensatas provocándole un disgusto descontrolado.
Creyéndose dueño de todo, se despojó de los utensilios, ubicándolos fuera de la casa, a modo de frontera, para que nadie osara llegar a él.
El cristal de la tapera se convirtió en su enemigo mostrándole la imagen exterior llena de luz, de sombras, de escasa lluvia o viento empecinado.
El duende del desierto dejó de respirar porque percibía, agobiado, el ruido que su inhalar y exhalar producían. Se sintió morir pero no le importó. Nunca logró estar solo ya que el latido de su corazón lo acompañó hasta el último instante y los pensamientos, le rondaron, macabros, escoltando en su derrota.
(Publicado en el libro de los talleres de Editorial Dunken)
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