Incondicionalidad El viejo reloj de la estación se confunde entre la neblina matinal. Los pasos presurosos, y los más sosegados transitan por el andén. Son escasos los minutos en los que el bullicio invade el ambiente. Vuelve a sonar el silbato de la máquina, preparándose para proseguir el viaje. Algunos suben a los vagones, otros pocos quedan varados en la estación alzando sus manos y en cada despedida una lágrima rueda por alguna mejilla.
Soy testigo desde hace años de este acontecer. Aún recuerdo viejos tiempos en que no cesaban de llegar trenes de distintas localidades, eran tiempos de gran algarabía para todos.
Los vendedores regresaban a sus hogares con las cajas vacías y los bolsillos llenos. El despacho de boletos era constante con un ir y venir de pasajeros de todas partes. En esa época nunca me sentí solo, jamás pase hambre ni frío. Siempre había una mano cálida y generosa que me alcanzaba algo de comer, o una caricia justa cuando me sentía más solitario. Hasta tenía mi propio resguardo dentro de una de las oficinas de la estación. Los “muchachos” como se llamaban entre ellos, me daban cobijo, me protegían a veces de esos chicos indeseables a los que les encantaba arrojar piedras.
Así fue pasando el tiempo y llegó mi vejez. Hoy no transita la misma cantidad de gente. Los trenes arriban cada tres o cuatro días. Ya no hay tantos vendedores generosos que me regalen algunas migajas. Aquellos “muchachos” de las oficinas no están más, fueron trasladados. Se cerró con llave y se clausuró gran parte del edificio de la estación. No tengo resguardo.
El viejo reloj es el único que acompaña mis días, siempre puntual me avisa el paso del tiempo. No soy más el perro de la Estación Rosario Norte, ahora sólo un callejero que tiene que rebuscárselas en la basura para llenar su panza cada día.
Hace tiempo que pienso marcharme de este sitio, pero me da pena dejar solo al viejo reloj, mi único amigo.